Había sido un día cansado, como cualquiera, y agradeció poder desparramar su cuerpo en la fresca cama que lo aguardaba. Sus treinta años le pesaron el doble cuando sonó el celular. Irritado dio un manotazo al colchón, cogió el teléfono, leyó la pantalla, lo apagó, hundió su rostro en la almohada y después de acomodarse satisfactoriamente se dejó llevar por el sueño.
Desde la aletargada inconsciencia un rayo le fulminó la tranquilidad, una aguda punzada lo estremeció y lo despertó por breves segundos para luego hacerle desfallecer en un terremoto de dolor, cuyo epicentro se sintió en su mismo corazón, como desgarrándole el miocardio.
Despertó, sí, debía estar despierto porque su mente estaba activa, lúcida, mucho más lúcida de lo que recordaba haberla tenido antes. El cansancio se esfumó y dio paso a una energía vaga que le hizo sentir poderoso. Lo que más quería ahora era levantarse de la cama, abrir los ojos y... ¿abrir los ojos? ¿Acaso ya no los tenía abiertos desde que lo despertó ese extraño dolor?
Probó levantar los párpados con lentitud, creyéndolos pesados. No tardó en darse cuenta que no sentía párpados, no los tenía. Sus cuencas estaban vacías y su visión quedaba suspendida en el manto infinito de negrura. Le surgió la duda de si estaba de pie o continuaba acostado. Instintivamente estiró los brazos para palpar con las manos los muebles pero no encontró nada, ni muebles ni suelo, ni siquiera brazos o manos. No tenía cuerpo. No tenía sentidos. ¿Era esto posible?
Mario Herrera era su nombre, un joven deportista, apuesto, con una vida social bastante activa. Durante los últimos años había vivido solo, dejando de lado la casa paterna para hacerse cargo de su propio espacio. Tenía los medios económicos para una vida acomodada y, fuera de los entrenamientos y partidos de fútbol con su equipo, disponía de una libertad envidiable. Siempre le gustó el clima familiar de su hogar, que aunque no era perfecto, destilaba concordia. La voz estridente de su padre quejándose de la política, los intercambios de bromas entre sus hermanas y la premiosa devoción religiosa de su madre convergían en una familiaridad variopinta que extrañaba desde que se fue a vivir solo. Sin embargo no se quejaba. De todas las características de sus familiares la que menos extrañaba era la religiosidad de su mamá, siempre dispuesta a lanzarle sermones sobre su mal comportamiento e increparle su falta de fe. Fue liberador para él desligarse de toda responsabilidad con la religión de sus padres al proclamarse ateo ante el asombro de todos.
A los diecisiete años tenía claro que Dios no existía, que la religión era un invento de hombres asustados que necesitaban depositar su fe en alguien para justificar su incapacidad, y que la iglesia había sabido sacar provecho de esta situación para empoderarse y llenar sus arcas. No creer en un ser superior le hacía sentir libre para pensar y actuar como mejor le pareciera. Si tenía que escoger un modo de vida, ese sería el de ser feliz sin hacer daño a nadie. A los veinte años ya había conocido a otros que pensaban como él, todos bajo la consigna ampliamente difundida de “vivir la vida al máximo, porque solo había una”. Y así lo hizo. Deportes, viajes, fiestas y lecturas ocasionales llenaban su vida. Se enamoró un par de veces y un par de veces sufrió con las rupturas. Nunca lo señalaron como licencioso ni maleducado, por el contrario, tenía la reputación de buen muchacho al que solo le gustaba divertirse. Eso sí, era bastante jactancioso y no eran pocas las veces que sus comentarios resultaron hirientes. El orgullo de Mario era lo que más le jugaba en contra, pero había aprendido a pedir perdón cuando su falta hubiera dañado suficiente.
Los domingos, Mario procuraba almorzar en casa de sus padres junto a sus hermanas, para sofocar la necesidad de familia que durante la semana le ardía con nostalgia pueril. Era muy unido a su papá, su único hijo varón y el único que gustaba discutir con él sobre temas de actualidad con encendida pasión. Su madre siempre fracasaba en sus intentos de callarlos, reclamando a su hijo más atención para con ella. Mario se acercaba y la besaba en la frente para hacerle sentir su cariño. Ella respondía con una letanía que enfurecía a Mario y hacía reir al resto. La amaba, le había enseñado a ser buen hijo aunque él no estaba seguro de que haya logrado ese objetivo. Fue por ella que su orgullo decaía y tenía momentos de humildad, y si algo lamentaba en el fondo de su corazón, era el ensordecerse ante consejos brillantes que ella le daba pero que dejaba pasar por un prejuicio del que no podía desprenderse.
Pese a su misterioso estado, pudo guardar la calma. Su mente adquirió una claridad prodigiosa. Podía recordar sin esfuerzo cualquier capítulo de su vida sin ver imágenes. En el oscuro manto de vacío, lo negro se disipó dando paso a opacos cristales bailarines y Mario interpretó esta aparición como una muestra de que ese mal sueño pasaría. Mientras pasaba, acumularía cada detalle de esa vívida realidad onírica.
Sus miembros, su cuerpo entero era un cúmulo de sensaciones fantasmas que lo zarandeaban de ansiedad. Todo el poder inicial se perdió y pasó a un estado de desgano, solo quería volver a dormir, despertar en su misma cama y darse una ducha para quitarse la suciedad que empezó a picarle de modo exacerbado. Lamentó no haber contestado la última llamada de su madre, pero estaba muy cansado. Vio su nombre en la pantalla y rezongó. Tal vez si postergaba su sueño unos minutos no se encontraría ahora en esa situación, no podía saberlo. Se sintió como un perro acurrucado en una esquina, temeroso de los recuerdos que saltaban monstruosamente a su cerebro etéreo; un prisionero torturado con calambres inexistentes en sus extremidades, con una sed espantosa que no encontraba pozo que la satisfaga, y un hambre voraz que no tragaba nada por no encontrar alimento que lo nutra ni boca que lo engulla.
Se inventó un cuerpo para pensarlo, y en esa carne pensada le hervían fiebres que intensificaron su sed. Gritó por ayuda, para que le socorra quien escuche a los mudos, pero cualquier intento por desahogarse parecía hundirlo más.
Se calmó, viajó a su niñez y se quedó plantado ahí con una soledad desgarradora que le endulzó de confianza, pues más valía amar un instante real y pasado que vivir un presente ininteligible. Se abrazó al cuello de su padre sentado en sus hombros, a las faldas de su madre luego de caer y herirse. Siempre pudo contar con ellos, un niño le entrega a sus padres la vida entera saltando al vacío con la plena confianza de saberse protegido por ellos. En ese tiempo era hijo único, tan niño y sin preocupaciones reales. Sus pulmones aspiraban paz cuando su padre jugaba con él a la pelota, cuando su madre le besaba el cachete con tanta fuerza que tenía que cerrar los ojos para soportar tanto cariño.
Las cosas iban a cambiar cuando llegó su primera hermana. Lina era la bebé de la casa y él pasó de protegido a protector. Le gustaba ser el hermano mayor, despertarla para jugar, cargarla y darle el biberón, aunque luego de un rato se aburría y prefería ver televisión. Luego llegó Irma, y siendo tres hijos en casa por primera vez se preguntó cómo le hacían sus padres para quererlos a todos. Ni papá ni mamá le amaban menos por tener otras dos hijas, o al menos nunca lo notó así. Sin embargo se hizo más unido a su padre desde los doce años, dejando los mimos maternos a sus hermanitas. De más pequeño, la voz autoritaria y el carácter medio tosco de su padre lo alteraba un poco, pero luego un deseo de parecerse a él se gestó en su interior. No era malo. Es verdad que su intransigencia daba ocasión a la mayoría de discusiones con su mujer, pero su terquedad nunca fue más grande que el amor y respeto por su familia. No era un hombre muy devoto, pero acompañaba a su madre todos los domingos a misa y era el encargado de obligarlos a todos a ir, tal vez porque no quería ser el único aburrido. Lina e Irma acudían con feliz ingenuidad; Mario, con respeto y mediana curiosidad. Años más tarde dejaría esa rutina que nunca entendió del todo y que luego calificó de estupidez, aunque no dejó de asombrarle que su padre continúe acompañando a su madre a rituales que, a todas luces suyas, era un culto a la ignorancia. Se lo dijo a su papá un día en una explosión de cólera, y él, aun con su talante rudimentario, le respondió con algo parecido a la dulzura que no se puede renegar de lo que no se conoce o se conoce mal. Entendió que ni su padre ni su madre sabían para qué servían tantos aleluyas, pero algo les hacía sentir que era el camino correcto. A Mario todo esto le supo a mediocridad y lamentó la estrechez mental de ellos.
No pudo ubicarse en el tiempo, era como si llevara hundido largas horas en su horizonte de eventos. Su misterioso sueño había dejado de ser interesante, pasando a ser solo tenebroso, y le hizo dudar de su propia vida. Algo le habló.
“Este eres tú, Mario, tu verdadera existencia es un amorfo cúmulo de experiencias. ¿Dónde está tu cuerpo? ¿Dónde están las horas de júbilo? Bienvenido al verdadero mundo de la humanidad, algo que no existe. Tus vivencias eran sueño, pero tenías que despertar. La calidez del cuerpo no puede satisfacerte ahora. Siente cómo la sangre que bombeó tu corazón ahora te envenena, gangrena tus extremidades y las mutila. Vuelve a ensamblarlas y las mutila. Tanto te acostumbraste a darte placeres que ellos siguen reclamando tus atenciones.
»Tus pulmones piden aire aunque no tengas pulmones, porque el aire que ahora necesitas proviene de otra fuente. Un aire similar a la paz que respirabas de tus padres en tu niñez, un aire que los animales no conocen. Alimentaste una parte de ti que fenecería, y descuidaste lo único que te queda ahora ¿o no? ¡No! ¡Qué chorro de cursilería barata! La vida es simple pulsión, y se acaba cuando tus órganos dejan de funcionar. Sin información neuronal no existe nada. Se acaba todo.
Llegó a su mente la vibración de una palabra que hasta ahora había evitado: muerte. ¿Estaba muerto? Era imposible morir y estar consciente de esa manera. Pero al menos en ese instante algo había muerto en él y ese luto se diseminaba por todo su ser con un despecho ascendente.
En sus años alimentó voluntariamente su cuerpo, su mente y su alma con la libertad que se le regaló. Ya había elegido el camino que lo haría feliz, configurando su felicidad en lo finito, en la pasión vivificante de lo sensible y ahora, algo o alguien “le vendó los ojos para que vea”, con una libertad más elevada. La miel de sus recuerdos se hizo agria cuando entendió lo que le faltaba. Y esa falta no podía ser más grande que él, no podía ser más grande que su entendimiento, no podía ser real. Esa falta era un vulgar juego de niños, y él era un hombre. Podía entender que ese cielo del que le hablaba su madre, era un bien que él nunca deseó y que nunca desearía. La misma voz le habló otra vez.
“Ahora disfruta de esta felicidad tuya, mayor de la que cualquier humano en la tierra posee. No hay demonio que odie su condena cuando piensa que esta lo salvó de amar a quien no quiere amar. Tampoco hay humano que odie a los demonios que le ofrecieron estar cerca a ellos por la misma elección.” La voz tenía un espeluznante tono burlón e insidioso y no supo si provenía de afuera o partía de él.
Un grito de angustia se le atoró en la garganta y buscó con su ceguera los opacos cristales bailarines que antes había visto, para retenerlos y aferrarse a lo que parecía ser un escape de emergencia. Era feliz según la felicidad que construyó, gimiendo y rabiando mientras aún esperaba despertar de esa pesadilla. Porque solo podía ser una pesadilla.